El LSD y el elefante Tusko

Por Juan Ignacio Pérez, el 15 febrero, 2017. Categoría(s): General ✎ 7
Elefante africano (Imagen: Haplochromis; Wikipedia)
Elefante africano (Imagen: Haplochromis; Wikipedia)

Hace algo más de medio siglo, un grupo de psiquiatras se propuso investigar el efecto que ejerce el LSD (dietilamida del ácido lisérgico) en los elefantes y, más en concreto, si era posible inducir en un elefante macho un estado denominado “musth”, en el que los elefantes se vuelven violentos e incontrolables. No están claras las razones por las que tenían ese propósito y, de hecho, es muy posible que esas razones tuviesen que ver con el interés que tenía la CIA en conocer el efecto de sustancias psicoactivas sobre las personas. El doctor psiquiatra “Jolly” West, líder del grupo, era un colaborador de la CIA y estaba muy interesado en el desarrollo de técnicas de control mental para su aplicación en seres humanos.

El experimento en cuestión tuvo consecuencias dramáticas y hoy, por razones éticas, no estaría permitido. Ni siquiera el hecho de que en investigación se recurra a menudo al uso de modelos animales justifica que se hagan experimentos como el que hicieron West y colaboradores. Fue temerario y causó un daño injustificado a un elefante, hasta provocar su muerte. Los detalles conocidos de la historia pueden leerse aquí.

Los investigadores no supieron calcular la dosis que había que utilizar, puesto que hasta entonces no se habían hecho investigaciones sobre ese particular con animales tan grandes. Tomaron como referencia una dosis suficiente para provocar que un gato se vuelva agresivo y, a partir de la relación entre la masa del elefante y la del gato, calcularon en proporción la dosis a suministrar al elefante. Esto es, asumieron que existía una relación lineal entre la dosis efectiva y el tamaño. El cálculo lo hicieron mediante esta sencilla operación: DE = DK x [WE/WK] donde DE es la dosis para el elefante, DK la dosis efectiva para el gato, WE la masa del elefante, y WK la masa del gato. Les salió una dosis de 300 mg.

Para el ensayo utilizaron un elefante, de nombre Tusko, que era parte de la fauna de un parque zoológico. Los efectos de los 300 mg de LSD fueron dramáticos. Una vez suministrada la dosis al elefante empezó a barritar furioso y a correr; luego se quedó quieto y cayó al suelo; cinco minutos después sufrió una serie de espasmos; veinte minutos después de la inyección del LSD, decidieron suministrarle hidrocloruro de clorpromacina (Thoracina) para contrarrestar las reacciones adversas, y una hora más tarde, le inyectaron pentobarbital sódico. Tusko murió una hora y cuarenta minutos después de la inyección inicial de LSD.

La conclusión que extrajeron los psiquiatras tras el trágico episodio es que los elefantes son muy sensibles al LSD, mucho más sensibles que los gatos. Y sin embargo, como más tarde observó otro investigador, lo que ocurrió fue que cometieron un error del tamaño de un elefante al calcular la dosis efectiva. No se sabe a ciencia cierta cuál fue la causa final de la muerte del elefante, si el efecto del LSD o el de las otras sustancias que le inyectaron para aliviar su estado, pero el caso es que falleció, y lo que desencadenó todo el proceso fue la utilización de una dosis desmedida de LSD.

West y colaboradores no tuvieron en cuenta algo básico en fisiología, como es el hecho de que las funciones animales no cursan con una intensidad o velocidad estríctamente proporcional al tamaño. De hecho, ya se sabía, desde muchos años antes, que los animales grandes comen, por unidad de masa, menos que los pequeños, y también sabían que el volumen de oxígeno que consume un animal por unidad de masa desciende conforme aumenta su tamaño. Y eso no es óbice para que la cantidad total de alimento consumido o de oxígeno respirado por un animal grande sea mayor que por lo que consume o respira un animal pequeño. Este es el desconocimiento que, aparte del planteamiento demencial del mismo experimento, cabía reprochar al equipo de psiquiatras.

Dicho lo anterior, hay que decir que no era nada fácil calcular correctamente la dosis efectiva de LSD para un elefante. Esa dificultad se deriva del hecho de que, además del efecto del tamaño, en ese caso había que considerar también otros factores que, a su vez, pueden interaccionar con el tamaño. Por un lado se desconocía cuál o cuáles funciones podían verse afectadas por el LSD y, por el otro, es cierto que unos animales y otros presentan grados de susceptibilidad muy diferentes para con esta sustancia.

Así las cosas, era especialmente importante actuar con prudencia, utilizando una referencia adecuada, basada en resultados bien conocidos. Pero tampoco en ese aspecto lo hicieron bien, porque los gatos son especialmente tolerantes al ácido lisérgico; por esa razón el gato no era precisamente la mejor referencia posible a ese respecto. El ser humano no es, ni de lejos, tan tolerante como el gato, por lo que era mucho más adecuada la referencia humana. De hecho, una dosis de 0’2 mg ejerce efectos psicóticos en una persona y siguiendo esa referencia, al elefante se le debía haber suministrado una dosis de 8 mg, y no de 300, como se hizo.

Por otro lado, y como ya se ha dicho, la dependencia del tamaño no es la misma para todas las funciones. Eso también dificultaba el cálculo, puesto que se desconocía qué funciones en concreto podían verse afectados por la droga.

Esta historia se la leí a Knut Schmidt-Nielsen en su librito “How animals work” (1972). Él calculó cinco dosis posibles utilizando diferentes criterios, que son los siguientes. 1) Optando por la posibilidad más atrevida le salió lo mismo que al equipo de los psiquiatras, esto es, 300 mg.; 2) tomando como referencia la dosis efectiva para los gatos, pero realizando una corrección adecuada del efecto del tamaño, le salió una dosis de 80 mg.; 3) tomando como referencia una dosis efectiva para un ser humano y aplicando una proporcionalidad lineal estricta para extrapolar al tamaño del elefante, calculó una dosis de 8 mg.; 4) tomando como referencia una dosis efectiva para una persona y realizando una corrección adecuada del efecto del tamaño, calculó una dosis de 3 mg.; 5) y finalmente, la opción más prudente consistió en utilizar como referencia la dosis efectiva en humanos, pero corrigiendo el efecto del tamaño considerando sólo la diferencia de tamaños de los encéfalos, no de los cuerpos; de esa forma, la dosis resultante fue de 0’4 mg.

Está claro que, ante la duda, los psiquiatras debían haber utilizado la hipótesis más prudente. Pero no sabían nada acerca del efecto del tamaño sobre las funciones vitales. Por eso suministraron al elefante una sobredosis; por eso se les murió el elefante.

Referencia original: L. J. West, C, M. Pierce, W. D. Thomas (1962): “Lysergic acid diethylamide: its effects on a male asiatic elephant”. Science 138: 1100-1103.



7 Comentarios

  1. Es una cuestión tan obvia que extraña que los científicos lo hayan pasado por alto. Los requerimientos calóricos en la alimentación, por ejemplo, dependen de la superficie del animal. Una breve nota de color, pero los acrónimos, abreviaturas y siglas conservan el género de lo que representan. Debería decirse «la» LSD.

    1. Debo añadir que Wikipedia y el Diccionario de la Real Academia me llevan la contraria. A pesar de su nombre femenino, la sigla LSD es masculina (de hecho el Diccionario de la RAE no admite la variante femenina). Pido disculpas por mi innecesaria corrección.

  2. Recuerdo haber leído a Antonio Escohotado que no existe dosis letal conocida para el LSD. Por tanto, seguramente lo que mató al elefante fueron las otras sustancias que le inyectaron.

  3. Hoy el cálculo podría hacerse mucho mejor porque se sabe que los parámetros más importantes para predecir la correlación de efectos entre distintas especies, depende de la farmacocinética de la droga. Primero se suministra el compuesto en pequeñas cantidades y se estudia la velocidad con que se metaboliza y como se distribuye en el cuerpo. Eso probablemente hubiese evitado la dosis letal, pero predecir el efecto de la droga a nivel psíquico, es prácticamente imposible.

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Por Juan Ignacio Pérez, publicado el 15 febrero, 2017
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