Insecticidas (I): Los convencionales

Por Juan Ignacio Pérez, el 18 junio, 2015. Categoría(s): General
Anopheles gambiae (Imagen: James D. Gathany)
Anopheles gambiae (Imagen: James D. Gathany)

Aunque muchos piensen lo contrario, no todos los insectos son perjudiciales o dañinos; es más, la mayoría son muy beneficiosos, por no decir imprescindibles. Pero hay especies que pueden causar daños muy graves, tanto sanitarios como económicos. Esa es la razón por la que se ha investigado intensamente, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XX, en busca de productos para combatir los insectos dañinos.

Los primeros insecticidas de síntesis se produjeron en la década de los cuarenta y durante veinte años se desarrolló un importante esfuerzo para sintetizar diversos compuestos químicos. Los esfuerzos resultaron exitosos, ya que los insecticidas que se llegaron a comercializar durante esos años cumplieron a las mil maravillas el objetivo perseguido. De hecho, lo cumplieron tan bien, que en la actualidad está prohibido el uso de varios de ellos y el de otros está muy regulado debido a los problemas de toxicidad que han generado. Claro que, en esto también, hay diferencias entre países.

Los insecticidas denominados convencionales están basados en compuestos dañinos para los animales. Hay cuatro grupos principales: organoclorados, organofosfatos, carbamatos y piretroides[1].  Son sustancias muy efectivas ya que su modo de acción está basado en sus efectos sobre el sistema nervioso. De hecho, desorganizan el sistema de coordinación y control de los insectos.

Para ser precisos, organoclorados y piretreidos afectan al impulso nervioso, obstaculizando la generación y transmisión de señales nerviosas. En lo esencial, un impulso nervioso consiste en un cambio transitorio en la polaridad eléctrica de la membrana del axón neuronal, -al que se denomina despolarización-, que se desplaza desde el cuerpo de la neurona (desde su cono axónico, para ser más precisos) hasta las dendritas. Esa despolarización transitoria ocurre debido a la apertura y posterior cierre secuencial de unos canales de sodio (primero) y de potasio (después) cuyo estado, abierto o cerrado, depende a su vez del potencial de la membrana; esto es, son canales dependientes de voltaje. Pues bien, el efecto de organoclorados y piretreidos está basado en que obstaculizan el normal funcionamiento de los canales de sodio dependientes de voltaje.

La acción de carbamatos y organofosfatos es distinta y se basa en que limitan la actividad de la enzima acetilcolinesterasa. La acetilcolina es un neurotransmisor, un mensajero químico que transmite señales desde las dendritas de una neurona hasta una célula muscular con la que establece conexión sináptica; esas señales dan lugar a la contracción del músculo. El neurotransmisor es liberado desde la dendrita a la hendidura sináptica, desde donde se une al receptor en la célula muscular. Las moléculas de neurotransmisor se podrían unir a sus receptores una y otra vez -de forma que estarían ejerciendo su efecto de forma permanente- si no fuera porque tras un periodo de tiempo muy breve, son inactivadas en la hendidura sináptica debido a la acción de la enzima que acabo de citar, la acetilcolinestarasa, que hidroliza las moléculas de acetilcolina. Así pues, en condiciones normales esa enzima se ocupa de finalizar la transmisión sináptica. Ahora bien, si la enzima en cuestión ve limitada su acción por el efecto de organofosfatos o carbamatos, entonces las moléculas de acetilcolina no dejarán de unirse con sus receptores, con lo que se provocará una hiperestimulación del músculo, esto es, su contracción permanente y, por lo tanto, parálisis muscular.

En la entrada dedicada al botox, además de ocuparme de los efectos de la toxina botulínica, vimos que el veneno del arácnido “viuda negra” provocaba la liberación permanente de acetilcolina y, en consecuencia, contracción muscular permanente y parálisis también. En el caso que nos ocupa aquí, sin embargo, la liberación del neurotransmisor es normal, pero su actuación está muy magnificada debido a que la tarea de la acetilcolinesterasa ha sido dañada.

Como puede deducirse de lo dicho hasta ahora, el efecto de estos insecticidas es universal, y ese es, precisamente, su principal problema. No diferencian entre insectos perjudiciales y no perjudiciales; ni siquiera diferencian entre insectos y otros animales. La única forma de limitar el ámbito de actuación de estos insecticidas es ajustando la dosis, ya que teniendo en cuenta que los insectos son animales pequeños, la dosis que ha de utilizarse es relativamente baja; eso limita el daño que puede causarse a los animales de mayor tamaño, pero es inespecífico con los que son similares o de menor tamaño que los insectos con los que se pretende acabar. Así pues, hay un enorme margen para causar “daños colaterales”.

Por otro lado, la mayoría de estas sustancias son muy insolubles en agua, lo que dificulta su eliminación por parte de los organismos. Como consecuencia de ello, suelen acumularse con facilidad en los tejidos, por lo que se transfieren, acumulándose, a lo largo de la cadena trófica. Algunos permanecen largo tiempo en las zonas en que se han aplicado o en sus inmediaciones. Teniendo en cuenta todo lo dicho, se entiende con facilidad que el uso generalizado de estos insecticidas durante varias décadas haya provocado daños ecotoxicológicos.

Las cosas no acaban ahí, porque otra de las consecuencias de su uso durante largo tiempo es que han surgido variedades resistentes a los insecticidas, y eso hace que la guerra contra esas variedades sea cada vez más difícil. El ejemplo más cercano entre nosotros de ese fenómeno lo tenemos con los piojos. Cada vez es más difícil eliminar los piojos que aparecen, con frecuencia creciente, en el cuero cabelludo y pelo de los escolares, porque el uso de diferentes tratamientos ha acabado ocasionando una gran resistencia a los insecticidas entre los piojos. Por esa razón es tan importante no realizar tratamientos “preventivos”. Sólo hay que recurrir al uso de insectidas cuando no hay más remedio.

Teniendo en cuenta estos problemas, en la actualidad hay un gran interés en el desarrollo de insecticidas limpios, los denominados “biológicos” o “ecológicos”, cuya principal característica debiera ser su especificidad.

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[1] Algunos ejemplos: DDT y Lindano son organoclorados; Paration, Malation y Mevinfos son organofosfatos; Carbaril y Aldicarb son carbamatos; y Permeritina y Fenvarelato son piretroides.

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Nota: Esta anotación es la traducción al castellano del artículo de mi compañera Miren Bego Urrutia que publicóen nuestro blog Uhandreak con el título «Intsektizidak edo animaliatxikizidak?«



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Por Juan Ignacio Pérez, publicado el 18 junio, 2015
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